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Nota destacada Especialidad Industrial: Sobre la responsabilidad de los ingenieros se refiere el filósofo francés Éric Sadin

Nota destacada Especialidad Industrial: Sobre la responsabilidad de los ingenieros se refiere el filósofo francés Éric Sadin

El filósofo francés Éric Sadin

NOTA PRELIMINAR: Éric Sadin es una de las personalidades más renombradas de la actualidad entre quienes investigan las relaciones entre tecnología y sociedad. En 2013 fue galardonado en Francia con el Prix HUB Awards en la categoría mejor ensayo sobre lo digital. El extracto a continuación corresponde a una sección de su libro La silicolonización del mundo (Caja Negra, 2018). Las autorizaciones de reproducción con la casa editorial y el autor fueron gestionadas por Roberto Pizarro Contreras, consejero de la especialidad industrial.

Autor: Éric Sadin

Todos estamos sujetos al deber de la responsabilidad, respecto de nosotros mismos, de los demás y de la sociedad toda. Todos somos iguales frente a este imperativo que se nos impone por el mismo hecho de existir. En cambio, el peso de la responsabilidad de cada uno de nosotros no es el mismo. El grado de responsabilidad es función de un poder ejercido cuando los actos nos comprometen bastante más allá de nosotros mismos. Por ejemplo, un responsable político, y más todavía si se sitúa en la cima de un Estado, tendrá efectos sobre la vida de millones de ciudadanos a través de gran cantidad de sus decisiones.

En este sentido, hoy existe una categoría de personas que ejerce una actividad en la cual no habríamos pensado inmediatamente porque nos parece, en un primer abordaje, casi tan común y banal como tantas otras. Esta profesión, que hoy se situaría en lo más alto dentro de esta cartografía de las responsabilidades, es la de los ingenieros.

El ingeniero histórico, y más ampliamente el científico, al menos el que operó en Occidente desde el Renacimiento hasta mediados del siglo XIX, se caracterizaba por dos rasgos principales. Primero buscaba, conforme a una tradición humanista y a la ideología del progreso engendrada por ella, hacer avanzar el conocimiento y participar en una mejora de las condiciones de vida por medio de sus invenciones. Un ejemplo es el perfeccionamiento de Jacques Bourgeois de anteojos provistos de vidrios cóncavos de un lado y convexos del otro en 1645, o la vacuna contra la rabia de Louis Pasteur hacia 1885. En segundo lugar, esta figura era quien estaba a cargo de todas las fases de desarrollo del proceso de invención y producción. Estaba en el origen, formulaba las hipótesis, se lanzaba a hacer experimentaciones, llevaba adelante ensayos a fin de verificar la eficacia del objeto de la investigación, y se aseguraba, en caso de éxito, su desarrollo mismo hasta la “ubicación en el mercado”, de algún modo. Aunque en raras ocasiones trabajaba solo y en general estaba rodeado de colaboradores y de asistentes, finalmente lo que se retenía era su nombre, porque era el autor de una innovación que se había generalizado en la vida cotidiana y que seguía vinculada con su memoria.

Este entorno prevaleció hasta la Revolución Industrial. En este período los científicos e inventores comenzaron a presentar un número creciente de patentes, para desarrollarlas y comercializar ellos mismos los productos surgidos de sus investigaciones. En ese mismo momento, algunos industriales empezaron a adquirir patentes y a explotarlas en sus manufacturas, y a proponer a los ingenieros integrar sus industrias a fin de que llevaran adelante sus actividades en su seno, aunque sometidos a su autoridad. Se produjo entonces una doble disociación. Por un lado, la que nos muestra cómo al ingeniero, que aspiraba hasta ese momento a contribuir con el “progreso” de la humanidad a partir de sus propias producciones, se lo priva de esta misión, que de ahí en más ya no va a estar garantizada por él mismo, sino por un conjunto heterogéneo de otros profesionales. Y la disociación que, de modo corolario, nos muestra cómo se prescindió de su control integral del proceso en beneficio de una parcelación que ahogó su tarea dentro de muchas otras más. Esta nueva configuración reposicionó el lugar del ingeniero, que de aquí en más se vio sujeto al poder económico y tuvo que responder principalmente a encargos no decididos por él mismo.

Este sistema se consolidó en el transcurso del siglo XX, particularmente en la fase de la sociedad de consumo que apostaría a la renovación continua de la oferta. Desde el advenimiento de la industria de la informática profesional y popular, se mantuvo mientras en parte volvía a encontrar un “movimiento contrario”. Vimos la reaparición del ingeniero comprometido con sus propias investigaciones, generalmente desarrolladas, en un comienzo, en un “garaje”; Steve Jobs por ejemplo, que gerenciaba él mismo sus desarrollos y su comercialización, ya que Jobs era también un empresario. Son casos paradigmáticos que se han multiplicado desde los años setenta hasta la actualidad, pero siguen siendo minoritarios, e incluso representan la excepción. La inmensa mayoría de los ingenieros son asalariados dentro del sector privado; de ello se deriva que no ejercen su tarea de modo independiente y que no detentan control alguno en el despliegue de los procesos hasta su final.

La principal consecuencia de este enrolamiento es que los ingenieros se vuelven deliberadamente ciegos ante las consecuencias de sus actos. El reflejo usual [cuando se les consulta sobre esto] consiste en volver al sempiterno eslogan del tecnolibertarismo que afirma mejorar la suerte del mundo sin dudar ni un solo instante del valor del postulado. Se afirma recursiva y concertadamente obrar por el bien de la humanidad: se perciben enormes beneficios y nos lavamos las manos de todo lo demás. Es lo que ya había constatado Julio Verne en una época totalmente diferente: “¡Los ingenieros modernos no respetan ya nada! Si se los dejara hacer, utilizarían las montañas para llenar los mares y dejarían a nuestro globo como una esfera lisa y pulida igual que un huevo de avestruz convenientemente dispuesta para el establecimiento de vías ferroviarias”.

Probablemente la mayor parte entre esos ingenieros no conozcan o no quieran conocer los casos históricos de otros ingenieros que se sublevaron contra ciertas prácticas que juzgaban opuestas a sus principios y su conciencia. Alexandre Grothendieck, uno de los mayores matemáticos del siglo XX y que en 1966 recibió la medalla Fields por sus trabajos en el campo de la geometría algebraica, representa una de las figuras tecnocientíficas más valientes que podamos encontrar. Ya había discutido a viva voz algunos programas así como formas de sumisión al poder público o al régimen privado. Había fundado, con otra gente, en 1970, el grupo “Sobrevivir y vivir”. Durante el año previo, Grothendieck se había enterado con indignación de que el Institut de hautes études scientifiques (IHES), a cuyo renombre internacional él contribuía, estaba financiado en parte por la OTAN a través del Ministerio de Defensa Nacional de Francia. Se esforzó por anular esta fuente de financiamiento, pero su iniciativa se topó con el rechazo de los niveles jerárquicos. Luego de este hecho renunció a todas sus funciones en el seno de la institución.

En un espíritu similar, el movimiento Scientists and Engineers for Social and Political Action (SESPA), fundado en los Estados Unidos en 1969, reagrupó a científicos e ingenieros que buscaban “analizar la dependencia estrecha entre el aspecto científico y el aspecto político del conocimiento”.

Sería momento de que estas figuras y posiciones heroicas fueran más conocidas, y sobre todo que esta parte de la historia de las ciencias fuese enseñada en las escuelas de ingeniería. Dicha exigencia requiere, de modo más amplio, la construcción de un conocimiento capaz de deshacerse del dogma dominante y de integrar la mayor pluralidad de desafíos que supone el ejercicio de la profesión de científico o de ingeniero. Pero cuando vemos la connivencia que prevalece entre la mayor parte de las instituciones y las grandes empresas privadas, nos cuesta imaginar que las cosas puedan, a largo plazo, modificarse virtuosamente.

Sí, nos cuesta imaginarlo en el marco institucional actual. Sin embargo, es de lo que tendría necesidad, más que nunca, una enseñanza que busca hacer de los ingenieros seres responsables y dotados de una autonomía de pensamiento dentro de nuestro presente y futuro. Es urgente, en consecuencia, que los establecimientos educacionales reanuden lazos con las humanidades en el sentido clásico del término. Es decir, con un conocimiento de los textos fundantes que permita comprender la parte preponderante de lo “precedente”, para retomar el concepto de Ivan Illich, en la constitución de nuestra cultura, y que permita despertar la formación de un pensamiento crítico.

La filósofa estadounidense Martha C. Nussbaum se esforzó por mostrar, en su libro El cultivo de la humanidad, la importancia de las humanidades en el seno de los colegios y universidades, porque permiten confrontar, a través de ciertas obras, la pluralidad de ideas y de la experiencia humana.

El futuro de nuestra civilización depende tanto de cada uno de nosotros como de la responsabilidad en acto de los ingenieros. O bien se someten a los diktats (dictados) y a las ambiciones sin límites del tecnopoder, se sojuzgan a él y sostienen, a través de su competencia e implicación, la elaboración de programas que niegan la integridad humana; o bien deciden, con plena conciencia, comprometerse únicamente en proyectos que no adoptan semejantes lógicas. Porque un gran ingeniero no es solamente una persona que detenta un enorme saber-hacer en un campo particular: es aquel que sabe decirse y decir: “No voy a poner mi talento al servicio de esto”. En otros términos, podríamos afirmar con José Ortega y Gasset que “para ser ingeniero no basta con ser ingeniero”. Le toca a cada ingeniero decidir ser un actor que busque, de buena fe, participar en la mejora de la vida de las personas y no conformarse con ser un simple ejecutante que no se preocupa sino por ejercer sus aptitudes y cobrar sus ganancias, remitiéndose, en lo que hace a los desafíos éticos, a eslóganes acuñados por otras personas. Es decir, un ciudadano responsable, entre otros tantos dentro de la sociedad, que quiere desarrollarse dentro de su actividad y contribuir, en lo que le concierne, a enriquecer el bien común. Sabemos que ya hay en varios lugares del mundo individuos o grupos de ingenieros que están rebelándose, afirmando en voz alta su firme intención de no regalar la integridad humana.